
La música, como bien cultural y como lenguaje y medio de comunicación no verbal, constituye un elemento con un valor incuestionable en la vida de las personas. Además, favorece el desarrollo integral de los individuos, interviene en su formación emocional e intelectual a través del conocimiento del hecho musical como manifestación cultural e histórica y contribuye al afianzamiento de una postura abierta, reflexiva y crítica en el alumnado. Además fomenta el desarrollo de la percepción, la sensibilidad estética, la expresión creativa y la reflexión crítica.
No solo eso. La música es una de las armas más poderosas que el ser humano ha conocido jamás. La gran mayoría de la sociedad no podría vivir sin ella. Y si hablamos de los adolescentes, entonces, sin ninguna duda, estamos ante el arma en mayúsculas. Por tanto, desde la música más popular, es decir, desde la música que a diario escuchan en sus dispositivos móviles o en cualquier otro, deberíamos entrar en su propiedad mental privada y manipular ciertos mecanismos para lograr que aprendan aquello que exige el currículo y muchas cosas más. Si estudiamos la metáfora con una canción de Ozuna, gran parte de la clase escuchará entusiasmado. Si analizamos las oraciones subordinadas a partir de una canción de Rozalén, desde luego llamaremos su atención y posiblemente presten atención. En cualquier caso, no proponemos descartar las actividad tradicionales de lengua y literatura. Sin embargo, sí que proponemos dar una de cal y otra de arena.
Miguel Conejo, alias Leiva, busca su sitio. En la vida y en la música. Un lugar donde llegar y quedarse. A través de un camino de imperfección. Más áspero, arriesgado y desnudo. Pero ausente de miedos e inseguridades. Más cerca de Bob Dylan, Patti Smith o Leonard Cohen que de las megabandas de relumbrón e Instagram («nunca he cultivado las redes»); relatando en primera persona sus amores, neuras y pasiones; grandezas y miserias; subidas y bajadas; a base de temas propios, ideados e interpretados con el corazón y los ojos entornados, que representan el sumidero de su existencia, atormentada, aprensiva, enamoradiza, más que las superproducciones estelares sin alma y a la medida de un público voraz que busca productos fugaces de usar y tirar. Él ha renunciado a ese sendero. Se ha refugiado en su propia concha.
Leiva, la estrella; que fue Leivinha en el colegio, aquel instituto Villa de Madrid, donde corría como una liebre en el campo de fútbol, con ese físico fibroso a mitad de camino de un atleta de los 5.000 metros y un anguloso torero de plata de preguerra; Lei, hoy, para los cercanos, es, simplemente, un rockero. Un canto rodado. Un chico de barrio de clase media, con acento cheli y buena suerte. Que empezó a tocar pronto; renunció a los estudios (ante el mosqueo de su padre, poeta y periodista); trabajó de jardinero, tocó en la calle y pintó pasos de cebra para echar una mano en su casa en tiempos de zozobra. Con una inmensa actitud escénica. Que le permite dominar las tablas. Una voz que brota de muy dentro. Y un curioso balanceo corporal en sus gestos, como si estuviera acariciando una guitarra o atacando un tema.